El arte político en Cuba es la ilustración de un tiempo perdido, la explicación de una congelación. Solo dos opciones hay en ese sentido: ser corifeo de un mito desvanecido por la praxis, o pasar de plano al “infame” panteón de la disidencia por denunciar lo obvio. Incluso, los que habitan en el limbo son arrastrados por estas definiciones. “Una cosa es entablar un argumento político y otra la politización de los argumentos”, distingue un pícaro que aspira a vivir del arte -o del cuento- en tiempos de cólera hegemónica disimulada.
Ser un artista integrado a la nomenclatura de cualquier relato histórico legitimado por la soberbia y la razón de Estado, implica hacer las más vergonzosas genuflexiones para conservar la calma. El artista como comisario es el síndrome de una política cultural que trasviste sus contenidos para ocultar sus rancias cuotas ideológicas; ser o no ser, dulce maniqueísmo que habita tras la mascarada predilecta del mainstream contemporáneo: la ambivalencia.
Guillermo Cabrera Infante escrutó la vida del pintor neoclásico Jacques-Louis David para regalarnos el jugoso ensayo Retrato del artista comisario. David, uno de los grandes pintores de Francia de todos los tiempos, fue un personaje oscuro que tras bambalinas hizo de todo para sobrevivir a tres regímenes: Luis XVI, la Revolución Francesa y finalmente Napoleón. Dotado con la misma y exigua calidad moral de Fouché, otros de sus contemporáneos -que Stefan Swaig nos
ilustró en una magnífica biografía-, David firmaba sentencias de muerte en la noche, trabajando como ayudante de un perro rabioso que de tanto instigar al terror también le tributó con su cabeza: Robespierre. Habiendo sido pintor de la corte de Luis XVI y luego de los violentos sucesos de la Bastilla, David se hace revolucionario. Por eso estuvo dentro de los que votaron a favor de la decapitación de rey en la Asamblea, y con la cabeza del rey rodaron muchas de los que antaño habían sido sus clientes nobles, como el caso del célebre químico Laurent de Lavoisier. El que había sido el artista mimado de la monarquía ahora era maestro de las artes jacobinas, un comisario político, revolucionario exprés que se movía a favor de los tiempos, aunque esto significara ser parte de una sórdida cacería de cabezas.
En los días de Napoleón, pasados los días del terror –sustituido, claro está, por otro terror- David se hace el pintor favorito del emperador Bonaparte, con un pincel lisonjero a la par que artístico engrandece visualmente las hazañas de Napoleón. Dejada atrás la audacia revolucionaria, David vuelve a su refinamiento neoclásico de fiestas y frivolidad, se preocupa por la moda entre otras superficialidades, había vuelto de algún modo al espíritu monárquico; espíritu de aquellos días regidos por su ex-amigo guillotinado Luis XVI.
Luego de la derrota napoleónica en Waterloo, David termina exiliado en Bruselas con más pena que gloria, rodeado de sus fantasmas comisariales, pensando, quizás, que la política le había costado demasiado aunque hubiera intentado sublimarla con el arte. El irrisorio juego de mezclar aceite con vinagre siempre pasa factura, aun en los más encumbrados talentos.
Cristóbal Nicolás Guillén Batista (1902-1989), Poeta Nacional, fue censor cultural en tiempos de Machado. Cansado de esa angustiante –y ciertamente mezquina labor- se dedica de lleno a su poesía, era 1930, año en que Lorca está de paso por la Habana y le conoce. De ese mismo año es su poemario Motivos de son. De innegable talento poético con una musicalidad agregada, su prosa prometía mucho.
Luego de viajar por España, ver la guerra civil en su principio y conocer de la muerte de Lorca, decide afiliarse -¡esas costosas afiliaciones!- al Partido Comunista de Cuba (PCC)- llamado también Partido Socialista Popular (PSP). A partir de ahí, su poesía muta en panfleto; resultado de la filiación entre poesía y política. En esos días dedica una protección poética a Stalin bajo la observancia de Changó y Yemayá –aunque personalmente Guillén no supiera ni rayos de
santería, como si de literatura clásica española. Sus reminiscencias africanas eran solo poéticas, ya que se encargaba, personalmente, de corregir a quien lo confundía con un hombre negro: negro no, mulato.
Radicado en el periódico Hoy –órgano oficial del PCC- como poeta en residencia, compartía las fluctuaciones políticas de sus amigos partidistas en la lucha por el poder. Partido que llegó a hacer coalición con Batista para gobernar en 1944. Juan Marinello y Carlos Rafael Rodríguez –futuros hombres de poder en el gobierno revolucionario y cabezas visibles del PCC- fueron, por un momento, ministros en el gobierno de Batista; paradojas de la vida.
Guillén regresa a Cuba en 1959 -pues se había exiliado en París desde 1952-, pero lo hace como un poeta comisario, desempeñando cargos y dirigiendo la recién fundada Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), y poniendo, al menos su firma, en informes que le costaron caro a escritores como Reinaldo Arenas –recordemos a David y sus firmas nocturnas.
Nicolás Guillén, el Poeta Nacional, murió y fue enterrado con todos los honores, pero el poeta realmente había muerto antes. Murió junto a sus sustanciosos poemarios: Motivos de son, Sóngoro cosongo y El son entero; cuando la turbia política no era una preocupación; cuando el artista no había supeditado sus musas al comisario.
Alexis Leyva Machado (1970), alias Kcho, tuvo un despunte meteórico teniendo solo 24 años. El drama nacional conocido como crisis de los balseros fue el suceso que, grosso modo, sirvió a Kcho de materia prima para modelar, hasta el cansancio, su suerte de coincidencia simbólica: su instalación La regata fue hecha al mismo tiempo que la estampida balsera de 1994. La V Bienal de la Habana lo catapultó y la pieza fue adquirida por el museo Ludwig, de Colonia. A partir de ahí, comenzó su periplo mundial como una de las promesas significativas del arte cubano.
Mientras más avanzaba más redundante se volvía, al punto que un tema tan sensible para la memoria reciente de nuestro drama insular, cobraba aspecto de suvenir galerístico entre blancas paredes de white cube. El artista mutaba en comisario a medida en que se agotaban sus recursos visuales y mentales. Recalando finalmente, “su balsa”, en costas nacionales, tranzó con la nomenclatura y se hizo vocero oficial, diputado incluso.
Aún recuerdo su performance –ejecutado por niños- en la VII Bienal de La Habana, cuando envolvió un tanque de guerra en sábanas blancas, acción panfletaria en tierras militarizadas que parecía más obra de Andrei Zhdanov (diseñador de la política cultural de Stalin) que de un artista. Incluso recuerdo su presencia en mi exposición bipersonal: De cómo el pasado se parece al futuro al futuro durante la X Bienal de La Habana, queriendo reorganizar el espacio con
la arrogancia de un jerarca político, a lo que respondí un escueto: sí, pero no.
Caído en desgracia recientemente con el poder luego de su experiencia comisarial –el poder ese frío mounstro, decía Nietzsche- y después de un breve periplo por España, quizás para refrescar, el Museo de Bellas Artes está organizando una retrospectiva de su trabajo –las retrospectivas son para los muertos, solía decir Duchamp-, demorada por la covid-19. Kcho es el símbolo del éxito prematuro que no puede ser manejado por falta de muchas cosas, queriendo, finalmente, perpetuarse al amparo de estrategias ideológicas. Estrategias que suelen ser advertidos tiros por la culata.
El comisariado como estrategia de supervivencia, de simpatía política o quizás de oportunismo, es un estigma del que se pueden poner miles de ejemplos. Lo cierto es que el arte, en su sensibilidad casi femenina, no sobrevive con vitalidad a este grotesco matrimonio. Aunque, en ocasiones, muestre la lozanía propia de un animal embalsamado.
En portada: Los comisarios, de Héctor Póleo.
Otro ensayo sobre Kcho en el diguiente link:
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