Rafael Almanza

La clave del arte de Jean Tinguely es el Juego. Me pasma que la crítica siga empeñada en subrayar los contenidos que el artista y sus contemporáneos quisieron ver, porque ellos les dijeron que eran tales, en esas obras tan divertidas como serias: la crítica al maquinismo de la civilización, a la vida burocratizada, al consumismo capitalista, a la guerra fría o la polución del medio ambiente, tópicos dignos del periodismo y la política que de veras interesaban a este pacífico suizo como a cualquier persona cabal del mundo que nos ha tocado padecer. Y él mismo dijo con claridad contundente que su arte era una actitud política que no necesita fundar un partido. Fijémonos bien: no fundar. Porque ese arte apunta a unas soluciones políticas más allá de lo que puede hacer un partido, o una política, o la política en sí misma por buena que fuese, aunque ciertamente seguimos esperándola sin muchas esperanzas: la política que queda implícita y también dominante en el arte de Tinguely, en la mayoría del arte contemporáneo, si de veras alcanza el sustantivo, en la época en que la dimensión estética del hombre pasa a ser patrimonio de todos. La democracia impulsa el rasgo social del arte, y el arte encuentra en ella, además de mil peligros de depravación y fracaso, una pulsión del más alto rango espiritual y creativo.

Tinguely opta desde el principio por su propio corazón: hijo de un obrero autoritario, se enfrenta a la dictadura de las máquinas y decide combatirlas y salvarse, jugando con ellas. Cuando comienza su carrera en los cincuentas, ya el Arte Cinético había comenzado y la creación de máquinas inútiles comenzaba a convertirse en una novedad plausible. Su aporte pues trasciende el hecho de que sus máquinas fuesen más brillantes que las de sus competidores, aunque lo eran y lo siguen siendo: para él no es una moda, ni una opción entre otras: es lo que tiene que hacer para salvarse en su peregrinar por la tierra, y lo hace desde la perspectiva más revolucionaria, más radicalmente opuesta a la tiranía del asunto: si las máquinas del mundo están para trabajar y producir, las suyas no estarán para producir nada, aunque desde luego que no producen, sino para generar gracia, felicidad, sentido. ¿Cómo? Desde el Juego. A la seriedad del adulto productor capitalista, Tinguely le opone su ser de Niño que juega. En cualquier video vemos a los infantes fascinados con sus artefactos, y no solo de aquellos que concibió para deleitarlos. También la gente común ama esos artilugios, los mira con ojos de niños, sonrientes, sorprendidos y admirados. Si todo adulto es un niño grande, estos juguetes les corresponden como anillo al dedo. De ahí la popularidad de Tinguely, uno de los pocos grandes artistas contemporáneos que convence a tantos de abajo como de arriba en la jerarquía intelectual. Miles de personas en su entierro confirman el éxito de la sencilla universalidad de sus cacharros.

Las dimensiones del Juego estudiadas por los sabios son identificables sin dificultades en su obra. El juego de Representación la domina, puesto que regía al autor como persona y como artista. En una famosa foto  de 1984 encontramos a Joseph Beuys, vestido con su uniforme de pescador de almas, conversando con Tinguely, ostentando un tocado de plumas de indígena del carnaval de Basilea. Hombres muy mayores –a Beuys le queda apenas algo más de un año de vida-, cada cual representando con absoluta seriedad su papel vitalicio de artista salvador. En la teoría de la Imagen de Lezama, la foto debió haber sido tomada por el autor del filme Playtime, Jacques Tati, o por Eliseo Diego, otros fanáticos del Juego. Tinguely había arrojado un manifiesto existencial sobre Düsseldorf  desde un avión en 1959. Hombre de buen ver, se hará fotografiar y filmar siempre en su rol de seriedad creativa, hasta su muerte. Su funeral también resulta una representación, pues a voluntad propia su escultura sonora móvil Klamauk sigue al cortejo por las calles. Dos obras suyas custodian el féretro. Sus máquinas se mueven y actúan como personajes, a menudo como en las fuentes, dentro de una escenografía muy deliberada. En sus dibujos encontramos también personajes simpáticos, como corresponde al ideal democrático del Juego en el autor.

Que incluye el Agon. Esta variante del Juego está estrechamente ligada en Tinguely a los personajes. Su triunfo mayor son las esculturas móviles combatientes, que avanzan una contra otra, por ejemplo cuando la otra pertenece a la exquisita feminista Niki de Saint Falle, su mujer. Las máquinas compiten unas con otras, batallan con chorros de agua en las fuentes públicas creadas al efecto. Y el juego agónico puede llegar al extremo con otra variante lúdica, el illinx o juego de vértigo y destrucción. Al artista le gustaba el vértigo: casi se mata corriendo un auto y era admirador y amigo de uno de los grandes del Fórmula Uno, su compatriota Jo Siffert, muerto en una competencia. El arte llamado autodestructivo había comenzado también y él lo cultiva con ganas: una máquina para destruir botellas; un falo gigantesco que lanza fuegos artificiales y acaba incendiado; un toro de plástico que estalla y se quema al final de la corrida; unas esculturas móviles que se agreden y destruyen; la filmación de Estudio para un Fin del Mundo II, unos meses antes de la crisis de los misiles en Cuba, en la que revientan unas esculturas en el desierto de Nevada, cerca de un centro de experimentación nuclear. Los niños destruyen para divertirse y Tinguely es un infante perpetuo: los contenidos sociales atribuidos a estas obras son sinceros y fueron útiles, pero secundarios. Destruyamos, sí, pero jugando, dice el artista: se trata de un exorcismo de nuestra necesidad de destrucción. También son juegos sus máquinas de dibujar, que producen dibujos que no se repiten, aleatorios. Es alea, el juego de azar. Los niños se llevan con interés esas páginas misteriosas. La plauderei, el juego de la conversación, está en las entrevistas, los manifiestos, las declaraciones públicas, y las maravillosas cartas gráficas a sus amigos, siempre coloquiales, sueltas, plenas de humildad, cariño y entusiasmo. Se dice que después del penúltimo infarto le dio por hablar muchísimo. Todas las dimensiones clásicas del Juego se hallan sin dificultad en la obra y la vida de Tinguely. Beuys, Tati, Diego, le envidian.

Y, como en esos tres personajes, su juego es siempre amable. Recia contradicción con la agudeza de sus intenciones sociales, pero mayor si consideramos el material con el que trabaja: piezas de desecho de máquinas. A veces las pinta de negro, para acentuar un mensaje de dolor. Pero qué va: esas ruedas y poleas, esos engranajes y motores, esos pedazos de cualquier mecanismo que funcionan de alguna manera, se transfiguran una y otra vez en una Nueva Belleza. Otros lo intentaron antes y después, con menos eficacia. Hijo de franceses, Tinguely ejemplifica la cultura de sus ancestros con una vocación irresistible hacia la gracia y el humor. Su maquinaria se transfigura habitualmente en comicidad y en elegancia. La rudeza del mundo maquinal muere, se invierte en los valores de esas esculturas que parecen animadas, vivas. Pues ese salto a la hermosura se logra por la estructuración de las piezas y su funcionamiento, y también, quién lo diría, por el sonido. Los ruidos industriales distan de agradables. Pero Tinguely se las arregla para convertir en ritmo y melodía esos golpes y chirridos, unas asperezas auditivas que van conformando una obra musical añadida, a menudo suave, ensoñadora, como mística. En otras ocasiones el mecanismo saca sonidos a un teclado o a un violín, que se agregan al concierto metálico. Tinguely oyó a las máquinas y las enseñó a cantar.

Carezco de un inventario, tipo Diego, de las piezas y operaciones mecánicas dominantes en la cacharrería del suizo. Tal vez no se haya hecho todavía, y es una lástima porque estoy seguro de que nos esperan muchos significados ocultos ahí (y en el uso de la vertical y la horizontal en su sistema de composición). Pero basta mirar para darse cuenta de que las ruedas y las poleas sobresalen, así como los movimientos repetitivos. Aun con el propósito de criticar la enajenación maquinista, el jugador salvacional ejerce sus preferencias por los movimientos circulares y lentos. La rapidez es el emblema de la civilización actual. Y si la repetición garantiza la cifra a producir, la novedad se impone en el mercado. Tinguely crea unas máquinas que saben a viejo, que están ahora mucho más anticuadas por el tiempo transcurrido pero también por el fin de la civilización industrial, y que insisten en unos ciclos lentos y majestuosos, con sonidos metálicos como música. Está aludiendo a una Mecánica Celeste, a una Música de Esferas. Por otro lado, los mecanismos entendidos como conexión para una finalidad superior existen igualmente en la naturaleza, en nuestro cuerpo mismo. Algunos de estos juguetes parecen estar realmente vivos, ser animales nuevos, nunca robots programados por el hombre sino prodigios de la Energía y la Conexión en libertad. La maquinaria lúdica de Tinguely se convierte en Microcosmos.

La Realidad del Juego mueve, construye y ordena la creación de Jean Tinguely. Tal vez pronto, en el gran plano histórico, su oposición al maquinismo y otras formas de la enajenación contemporánea habrán perdido el filo, y ojalá queden como arqueología. Pero su genio estuvo en oponerse a las máquinas salvándolas desde el Juego. Porque lo contrario de la enajenación del trabajo es precisamente el Juego. Porque el error no está en la creación de las máquinas sino en su uso perverso. Porque se puede consumir gracia, fantasía, felicidad, con esos mismos recursos creativos de la industria. El hijo del obrero ha libertado al obrero, es un obrero de la libertad a través del Juego. Diego, Beuys, Tati, Tinguely han trabajado como profetas de la libertad humana, jugando. Al lado del féretro del suizo están sus obras Cenodoxus y El Sol. De la Vanagloria de la mejor vida humana al Sol de Dios en la muerte, última jugada del épico niño católico Jean, circulando en las ruedas del Paraíso.