Nelson Herrera Ysla
Sin pretensión historicista, La Habana de la Condesa de Merlin, Samuel Hazard, Renée Méndez Capote, Alejo Carpentier, Lezama Lima, Eliseo Diego, Guillermo Cabrera Infante, a duras penas existe. Boquea con ojos desorbitados como pescado en tarima. Sin embargo asoma otra, calladamente, sin pretensiones de implantarse en la literatura de Leonardo Padura y Pedro Juan Gutiérrez (de altísima popularidad entre miles de lectores nacionales y extranjeros), más cercana a su gente, a problemas y conflictos que sufren sus ciudadanos aun cuando adolecen de comentarios profundos, directos o indirectos, a su arquitectura y urbanismo.
La celebración de los 500 años de existencia de la
ciudad de La Habana comporta reflexiones de diversa índole, no sólo en los
aspectos vinculados a la arquitectura y el urbanismo sino en muchos otros campos.
No es para menos, pues esta ciudad se ha convertido en un mito, una leyenda
(algunos, pese a su palpable deterioro, la siguen considerando una de las
capitales hermosas de América Latina), a partir de cierto misticismo que la
rodea, especialmente en las últimas décadas, cuya raíz podemos hallarla en esa
contumaz voluntad de supervivencia y ejemplar convivencia casi milagrosa de
estilos arquitectónicos, en la mayoría de sus barrios, que aún persiste
imbricada en una trama urbana transparente, racional, nada opresiva, aderezada
por zonas verdes y aguas oceánicas golpeando de vez en cuando ese muro bajo de
varios kilómetros conocido como el malecón.
Le han valido adjetivos encontrados, dispares,
exagerados (fue seleccionada entre innumerables ciudades del orbe como “ciudad
maravilla”), sustentados quizás en amor y cariño cuando se observa sin
prejuicios su envejecimiento, su orgullo desafiante frente a embates de la
naturaleza y de ciudadanos inconscientes, inmigrantes
en su mayoría de otras ciudades del país. Permanece erguida para asombro de
muchos, rodeada de tintes heroicos y nostalgias galopantes como sucede también
con otras ciudades de Cuba, sobre todo aquellas primeras fundadas por España en
el siglo XVI.
Por las calles de La Habana, 500 años después,
circulan viejos automóviles reciclados, bicitaxis de tracción humana, coches de
tracción animal, camiones convertidos en ómnibus… y ahora, colmo de los colmos,
ciudadanos sin pudor alguno huyéndoles a las incomodidades que ha ocasionado la
destrucción progresiva de las aceras y que nos hacen creer, por momentos, que
vivimos en algún villorrio, aldea o pueblo de Centroamérica, África, Asia o
Medio Oriente y no en la deslumbrante urbe caribeña y latinoamericana que fue a
mediados del siglo XX. Por fortuna, la elegancia, monumentalidad y belleza de
la arquitectura habanera, junto a la espacialidad y ordenamiento de
determinados barrios durante la primera mitad de ese siglo permanece anclada en
la memoria, en el imaginario colectivo. Unos porque la conocieron y vivieron,
otros con solo reconocerla a través de documentales y reportajes rescatados de
archivos televisivos y cinematográficos que, raramente, se hacen públicos o
circulan de manera clandestina.
De la segunda mitad de ese siglo, sin embargo, poco recordamos:
todo se concentra y focaliza en las Escuelas de Arte de Cubanacán, devenidas
obras de culto en gran parte del planeta, y en ciertos edificios alejados de su
centro que descubren, siempre una vez más, expertos y conocedores del tema. En
estos 60 años transcurridos hasta bien entrado el siglo XXI casi nada nos
sorprende debido, en gran parte, a su escaso interés arquitectónico y
urbanístico… que ya ni vale la pena analizar. En realidad, lo que admiramos o
recordamos se debe a la arquitectura de un pasado lejano y reciente que machaca
incesantemente nuestras pupilas nada asombradas ya.
La superposición de tiempos históricos, de estilos
arquitectónicos y entramado urbano europeos y norteamericanos, permanece aún y
otorga a esta ciudad un encantamiento único. Si sumamos a ello su declive
gradual en cuanto a vías de circulación, iluminación e infraestructura técnica
de servicios no albergo dudas de que estamos ante lo que pudiera calificarse de
“parque temático” dispuesto a recordarnos el guión, la puesta en escena y
determinados pasajes del famoso filme Jurassic
Park. Esa insólita mezcla de edificaciones reales e imágenes mentales que
nos asaltan sin vergüenza día tras día nos retrotrae en tiempo y espacio,
encandila nuestros afectos y sentimientos, nos hace dudar de la propia realidad
y de nosotros mismos ¿resulta veraz lo que vemos? ¿No se trata de otra
estrepitosa escenografía hollywoodense, de un mapping gigantesco diseñado por un artista de vanguardia, de algo
virtual que desconocemos? “Máquina del tiempo”, califican a La Habana gran
parte de sus visitantes. Y no es menos cierto aunque nos cause cierto y
profundo escozor.
“Parque temático”, “máquina del tiempo”, sin embargo,
La Habana fue y sigue siendo heroica (no sólo por estas razones mencionadas)
tanto o más que Santiago de Cuba, pues historia de combates y luchas (entre
ellas el arriesgadísimo asalto al Palacio Presidencial en 1957) le sobran en
todos los siglos precedentes. Y es capaz, a duras penas, de reciclarse gracias
a la voluntad de algunos ciudadanos que renuevan, como pueden, sus pobres
viviendas o abren negocios hacia el espacio público en intentos sucesivos por
sobrevivir a las difíciles condiciones económicas en que viven.
La Habana, no cabe duda, es otra. No solo diferente a la de siglos pasados, de
la que tanto se habla, sino de aquella que conocimos en los años 60 cuando la
efervescencia revolucionaria ocupaba los principales escenarios en un nuevo
entorno social, cultural y arquitectónico. Es otra La Habana pero se le ven ya
sus costuras, su extraviada distinción, su oculta vanidad asomada a balcones y
molduras, herrerías oxidadas y zaguanes encumbrados, a jardines vacilantes en
busca del verdor de antaño, por mucho maquillaje que se le provee. Una
arquitectura y una trama urbana herida, imposible de ocultar bajo disfraces de
mal gusto que le obligan a ponerse de cuando en cuando (sobre todo en fechas
patrias, ferias comerciales o turísticas, aniversarios, homenajes, iniciativas
locales.)
Es sabido que esta capital de todos los cubanos
sufrió, en la segunda mitad del siglo pasado, un paulatino abandono de la
actividad constructiva y de mantenimiento en aras de fortalecer o regenerar
otras ciudades y zonas del país. No obstante, se animaron áreas aledañas a La
Puntilla, la Plaza de la Revolución, San Agustín, la Habana del Este, con un
modesto programa de viviendas y pequeños servicios. Y algo más allá en la zona
conocida como Alamar, de tan franca pobreza funcional y estética que hubiese
sido mejor haberla detenido a tiempo para evitar los tantos problemas que
aquejan a sus habitantes. Tales esfuerzos no fueron suficientes, a pesar de tan
nobles fines, para hacer de esta ciudad un enclave moderno y práctico, un
ejemplo del nuevo hábitat revolucionario del que tanto se habló. Todo lo contrario.
Durante estos 60 años transcurridos, en La Habana solo
puede reconocerse el valor estructural, formal y simbólico de las Escuelas de
Are en Cubanacán, la CUJAE, el Pabellón Cuba, el conjunto de viviendas de
Tallapiedra, el CENIC, el Parque de los Mártires Universitarios, áreas del
Parque Lenin, el Palacio de Convenciones, la remodelación del Banco Financiero
Internacional, el Centro de Estudios Che Guevara, la ampliación del Hotel
Parque Central, en tanto signos y señales de una nueva arquitectura con ansias
de germinar y proliferar. Pero a principios de los años 70, la entonces “arquitectura
revolucionaria”fue incapaz de
soportar el embate de la prefabricación masiva de viviendas en Gran Panel
(adaptación cubana de un férreo y esquemático modelo soviético, y de otros
modelos socialistas algo más atractivos que no tomaron en cuenta nuestras
condiciones climáticas y tradiciones culturales) y del sistema constructivo
Girón (invención cubana de facilidad constructiva, ligereza estructural, ahorro
material, escasa flexibilidad proyectual) como solución a la red de servicios
médicos y educacionales necesarios en el paisaje urbano pero más en el rural
(recuérdense las ESBEC [1]) para satisfacción de planificadores burócratas y
organismos del Estado (en especial el Ministerio de la Construcción). De
repente, aquella “nueva arquitectura” se vio despojada de su relevancia en casi
todos los niveles sociales cuando más necesitábamos su presencia y validación,
su continuidad. Sucumbió ante tantas edificaciones masivas dispuestas a
desagraviar, con justicia y buenas intenciones, necesidades básicas de la
población. Aquella Habana que intentó renovarse pasó a un segundo plano y hoy
casi no la reconocemos.
Sin pretensión historicista, La Habana de la Condesa
de Merlin, Samuel Hazard, Renée Méndez Capote, Alejo Carpentier, Lezama Lima,
Eliseo Diego, Guillermo Cabrera Infante, a duras penas existe. Boquea con ojos
desorbitados como pescado en tarima. Sin embargo asoma otra, calladamente, sin
pretensiones de implantarse en la literatura de Leonardo Padura y Pedro Juan
Gutiérrez (de altísima popularidad entre miles de lectores nacionales y
extranjeros), más cercana a su gente, a problemas y conflictos que sufren sus
ciudadanos aun cuando adolecen de comentarios profundos, directos o indirectos,
a su arquitectura y urbanismo. No se trata solo de estos dos aspectos si deseamos
encarar el presente y el porvenir de la ciudad en tanto ara y no pedestal: hay
que enfocarse en sus barrios, instituciones, administración pública, gestión
empresarial, gobernabilidad. Y asumir los problemas que afectan el
comportamiento cívico y de todo aquello que atente contra el poder regulador en
lo individual y social que han cumplido históricamente la arquitectura y el
urbanismo.
Notas:
ESBEC: Escuela Secundaria Básica en el Campo. Contemplaba nivel medio: de 7mo a 9no grados. (Nota de la editora)
La otras partes:
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