Nelson Herrera Ysla
El arte hecho por creadores cubanos existe, pero es tan heterogéneo, diverso y plural como en cualquier otro país: es decir, nada del otro mundo como parecía décadas atrás cuando gracias a algunos críticos sagaces que, dentro y fuera del país (sobre todo en los Estados Unidos), contaron una seductora historia de lo que ocurría en nuestros escenarios de exhibición y enseñanza artística, y con los primeros devaneos de gestión alternativa e independencia. Una algarabía unánime que todos vivimos entusiasmados aquellos años y que llega hasta hoy como una suerte de cantaleta, seguidilla, letanía. No solo artículos, palabras de catálogos, entrevistas, ensayos, sino hasta libros les han dedicado a esos años de “renacer” cubano que, lamentablemente, como suele suceder, silencia u oculta lo ocurrido solo años antes pero que ya…no era “noticia”, o tal vez debía considerarse, compasivamente, arte “antiguo” o, cuando menos, relamido, convencional, sabido.
Tal diversidad hace difícil etiquetar, de modo general, la producción actual en el país en tanto arte cubano como se hizo en los años 40 del pasado siglo al presentarse, por vez primera, nuestra pintura en los Estados Unidos. Hasta en los 60 y 70 resultaba engorroso englobar, encerrar, envolver, buena parte de la producción artística nacional como una marca distintiva para insertarnos en el universo latinoamericano y europeo en pos de reconocimiento y promoción de una cultura revolucionaria, autóctona, distinta a toda la producida en años anteriores. ¿Qué artistas nombrar, seleccionar hoy para ofrecer una imagen de esa pluralidad alcanzada desde los años 60 (e incluso antes) y que no ha cesado, lógicamente, como sucede en todo desarrollo cultural de pujanza y fuerza indiscutible como el nuestro, chovinismo aparte, o manipulaciones ideológicas aparte?
Durante las últimas seis décadas hemos experimentado sucesos estremecedores que bien pueden servir de guía o punto de partida para las valoraciones constantes que hacen críticos, teóricos, artistas incluso, sobre específicos períodos de nuestra historia. A falta de una rigurosa historia del arte contemporáneo en Cuba, esquivada por nuestros historiadores, investigadores e instituciones por no sé qué razones, seguimos valorando sólo determinados momentos, secciones, zonas, partes, como si fuesen la totalidad del fenómeno (la parte por el todo, una vez más) y que insisten en poner punto final a ideas y apreciaciones que siguen publicándose en medios impresos y digitales. Es curioso constatar que la mayoría de los textos parten de los años 80 como si lo anterior estuviese envuelto en una densa capa de niebla, extrañas opacidades, incertidumbre, escasez de documentación…; incluso olvidado bajo un endeble o enclenque relato al que no vale la pena dedicarle tiempo.

Quienes así valoran esos períodos de intensa creación son, en su mayoría, jóvenes analistas, ensayistas, críticos. Pudiera parafrasearse así aquella famosa frase, esta vez invertida en lo temporal: antes de mí… el diluvio. Nada digno de atención quedó en pie: todo fue arrasado por el viento, por sospechosos huracanes de la memoria de entre los cuales solo podemos hallar escombros, fragmentos dispersos, ruinas.
Todavía están por analizarse las contribuciones a la fotografía cubana realizadas por José M. Acosta, Pepe Tabío, Constantino Arias, Raúl Corrales, Korda, Osvaldo Salas entre los años 50 y 60 del siglo xx. Un primer llamado de atención fue la controvertida exposición de tres creadores, Fotomentira, en la Galería Habana en la década del 60, cuando Raúl Martínez abrió significativos espacios a esa expresión interconectándola a la pintura, a la instalación mediante manipulación conceptual y estética, y alarmando a los espectadores con generosas dudas sobre la percepción visual: alguien como Edmundo Desnoes descubrió en ese encuentro suscitado alrededor de la imagen fotográfica, muchas de las veracidades, “mentiras” y trampas de lo visual.
Y qué decir de la exposición Tercer Mundo, en el Pabellón Cuba, ejemplo irremplazable hasta nuestros días de integración y transversalidades en el arte, periodismo, ensayo, nuevos medios, arquitectura, diseño ambiental, cuya culminación, desde el punto de vista expositivo y comunicacional, representaría más tarde el conocido Salón 70 al ocupar todos los espacios del Museo Nacional de Bellas Artes en La Habana con pintura, carteles, dibujo, escultura, grabado (donde, sospecho, apareció la primera instalación hecha por un artista cubano hace ya la friolera de 50 años). Se mostró al mundo, y a nuestro país, la importancia de la gráfica en la cultura visual cubana y el arte cubano dio muestras así de una pujanza, un ritmo y una pluralidad de discursos y propuestas como antes no había ocurrido. Estos dos extraordinarios acontecimientos, perdurables hasta hoy, representaron hondas transformaciones en la manera de apreciar nuevas propuestas estéticas en el público cubano y abrieron caminos impensados. No todo giraba alrededor de las vitalísimas creaciones de Ángel Acosta León, Antonia Eiriz, Umberto Peña, Sandú Darié, Servando Cabrera Moreno, Raúl Martínez, Raúl Milián, Tomás Oliva, Alfredo Rostgaard, Félix Beltrán, ya que surgieron con regularidad performances, happenings y acciones plásticas, documentales, instalaciones, y llegaron a predominar la arquitectura y el diseño más otras expresiones de la visualidad, incluso, en el ámbito urbano (anoto lo realizado a lo largo de seis cuadras en La Rampa, La Habana, al celebrarse el centenario del natalicio de Lenin, y aquel aniversario de la batalla de Santa Clara, en esa misma ciudad.)
Todos estos hechos, sucesos, conmovieron de raíz la producción artística cubana, prodigaron mutaciones en creadores e instituciones cubanas, en los medios de comunicación y en la atmósfera espiritual vivida aunque muchos los desconozcan o pasen, superficialmente, por alto. Claro, no había el nivel de información y comunicación internacional que existe hoy gracias a la globalización y, específicamente, las redes sociales, pero se conocieron gracias a la prensa periódica, revistas, televisión y documentales y la apreciación del público en las instituciones de arte.
Poco tiempo después los acontecimientos cambiaron, lamentablemente, debido a la instauración de una férrea política cultural, oficializada in strictu senso a partir de 1971. De la noche a la mañana aquel enriquecedor y heterogéneo panorama alcanzado en casi todos los niveles de la cultura cubana… giró 180 grados desastrosos: no subrayaré nada más pues de ello se ha escrito bastante, aún bajo el eufemístico y engañoso nombre de quinquenio gris. Durante los años 70, grosso modo, se exaltó a extremos inconcebibles (limitando o maniatando otros asuntos y contenidos) el paisaje, la vida rural, oficios diversos de obreros, acciones productivas consideradas heroicidades, la educación masiva en el campo, fechas patrias desde el origen de la Isla y acontecimientos revolucionarios de nuestra historia nacional.
Sin embargo, pese a todo ese homogéneo y férreo ambiente, sellado por códigos y valores condicionados en lo ideológico y cultural, Umberto Peña abrió una de las exposiciones más trascendentes de la etapa, Trapices, en los gigantescos salones del Capitolio Nacional, en la que explayó genio y creatividad en la técnica del reciclaje, esta vez mediante ropa usada y corbatas a nivel monumental. También fue posible la muestra 1000 carteles cubanos de cine en el Museo Nacional de Bellas Artes para testificar la importancia de la gráfica cubana y despejar cualquier duda sobre ella a pesar de su escasa valoración crítica en aquel momento (se alzaron a su favor solo algunas voces) pues la pintura seguía ocupando primeros planos que le pertenecían por historia y tradición.
La creación del Instituto Superior de Arte, ISA, 1976, fue otro de los grandes sucesos que conmocionaron al arte contemporáneo cubano al transformar raigalmente la enseñanza artística y la actitud de los futuros artistas, ya que la incorporación de creadores jóvenes en su claustro modificó puntos de vista y aproximaciones en lo teórico y operacional a la creación, así como las relaciones de la obra con sus espacios de exhibición y contextos. Aun pecando de puntual debo señalar la creación del Taller de Serigrafía René Portocarrero, 1983, al convertirse en una suerte de foco gravitacional de ideas y producciones experimentales para montones de artistas y grupos que entonces trabajaban o se nucleaban allí gracias a la labor sorprendente de Aldo Menéndez, artista formado en los años 70 y su primer director. ¿Será posible olvidar el día que se grabaron gigantescas obras sobre papel y tela en la mismísima calle Cuba, pleno Centro Histórico de la ciudad, frente a la sede del Taller, gracias a un rodillo de pavimentación urbana prestado por el Ayuntamiento de la ciudad de La Habana, frente a un público asombrado por lo que veía a plena luz, en medio de tensas situaciones sociales? (Recuérdese que apenas 3 años antes habíamos vivido la peor crisis moral de nuestra historia, producida en 1980 por el masivo éxodo a través del puerto de El Mariel y la invasión de miembros de la comunidad cubana exiliada en los Estados Unidos, capaz de remover el piso afectivo y sentimental, ideológico de la familia cubanas y la clase política dirigente.)
El Taller de Serigrafía actuó con fuerza y pasión inusitadas en el panorama de la cultura visual cubana tal como sucedió con el proyecto Castillo de la Fuerza, en el edificio patrimonial que lo acogía, al programar y realizar exposiciones iconoclastas e irreverentes de artistas jóvenes capaces de convocar a más de 300 y 400 personas en cada inauguración (la intolerancia institucional había llegado al límite con ese proyecto, como es sabido, y apenas un año de vida le fue permitido existir: suerte que le tocó por igual a los funcionarios que permitieron tales audacias y hoy pocos recuerdan.)
Hasta aquí un recuento mínimo, para no exceder las páginas del mismo, la generosidad de la editora… y mi propia memoria.
Esos casi 20 años transcurridos (1960-1980) abrieron infinidad de puertas para experimentados y jóvenes artistas, dislocaron instituciones, expandieron el arte cubano a niveles inauditos y proyectaron una implacable imagen de modernidad en la historia de la cultura cubana (mayor que la producida por la pintura en los años 20 y 30 de ese siglo xx aunque académicos e historiadores piensen lo contrario.) Pero de eso apenas se habla. El mainstream encontró aquí sus verdaderos “compañeros de viaje” desde una expresión local, cubana, caribeña y latinoamericana, sin alharacas ni manifiestos programáticos, ni críticos que las apoyaran acaloradamente. En los años 60 fuimos realmente modernos, modernísimos (casi postmodernos) sin plena conciencia de ello: eran tantos los acontecimientos vividos en lo social y político que apenas quedó espacio para una sosegada o modulada reflexión: solo la sostenida labor en periódicos y revistas de Alejandro G. Alonso, Manuel López Oliva, Pedro de Oráa, Leonel López-Nussa, Adelaida de Juan, evitó que cayeran definitivamente en cajones de sastre. Por otra parte, el aislamiento sufrido en los 70 (hoy pudiera decirse “confinamiento”) tornó inflexible y rígido el ambiente interno (apenas se veía hacia los lados) salvo intercambios efímeros con los entonces “países socialistas” y una participación precaria en eventos internacionales occidentales que a todos ilusionaban como espejismos políticamente. Las crecientes institucionalización y centralización, a galope y rienda suelta, a toda leche, dieron el golpe de gracia a ciertas ilusiones ya perdidas y que, contrario a las oscuras golondrinas… no volverían jamás sus nidos a colgar.
Por ello, entre otras razones, es que la mayoría de los textos publicados en Cuba y el extranjero se aventuran a señalar la exposición Volumen 1 como inicio incuestionable, único, prístino, imborrable, inobjetable, del arte cubano contemporáneo: innegable landmark estatuido desde entonces. Pareciera imposible, casi peligroso, dudoso, poco fiable, en fin…dar un paso atrás y asomarse a lo ocurrido antes de 1981 so pena de comprobar cuánto había entonces de cierto, especulativo o injusto, engañoso, simulador, epigonal o novedoso. Se ha construido, no creo que a propósito, un muro de olvido tan largo sobre períodos anteriores como el de la frontera entre México y los EE.UU. ¿Por qué será, me pregunto, con que objetivo, a quiénes beneficia? ¿Seguiremos los investigadores, historiadores y críticos cubanos padeciendo esa memoria selectiva en el campo de la cultura, esa que tanta irritación causa en el terreno de lo histórico y político cuando de hablar sobre Cuba, o algo cubano, se trata? ¿Continuarán las partes sojuzgando al todo, manipulándolo, deformándolo?
By the way, la pintura cubana estuvo en el mainstream durante los años 60 si recordamos, aún superficialmente, la nueva figuración gestada en Europa y Latinoamérica. Y si nos asomamos a la cartelística de cine y política, comprobaremos que navegamos a nuestras anchas en las aguas del pop art y el arte sicodélico mundial, aclamados por Susan Sontag en su gigantesco libro dedicado al cartel cubano. No digo en todas las expresiones sino en esas que configuraron un panorama cultural radiante, aun con libreta de racionamiento, imposibilidad de viajar al extranjero, trabajos voluntarios, botas rusas como calzado, mezclilla como la mejor de las telas, perfumes Fiesta, Tú, Moscú Rojo, helados Coppelia, guardias nocturnas en cada cuadra, asambleas de méritos y deméritos en cada centro laboral… y expropiaciones tajantes de todo lo que oliera a negocios por cuenta propia. La cosa estaba difícil, dura, no era fácil. Pero el arte cubano superó a sí mismo sus expectativas también en lo social y político. ¿No hubo un atisbo de heroicidad en todo eso? ¿Por qué no reconocer tan grande desempeño ajeno a simulaciones, concesiones, banalidad, superficialidad, comercialismo, hipocresía, negociación, cinismo, manipulación, tan recurrentes hoy en este mundillo nuestro?
(Continuará)
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