Danilo Cabrera Vega

I

A fines de 1924, Fidelio Ponce de León, totalmente ebrio y tambaleándose, subía a un andamio hecho por él mismo para hacer unos primeros trazos con un lápiz y una vara en una de las paredes del Café-hotel Parisién, en San Juan de los Yeras, un pueblito perdido en la geografía villaclareña. Lo curioso es que la mayoría de los biógrafos del controvertido artista lo ubican por este tiempo cerca de la capital, en específico en San Antonio de Los Baños.

Pero todo parece indicar que ahora Ponce ensayaba otra de sus huidas, no precisamente aquellas permanentes en su arte, sino que trataba de escapar del peso de la justicia, pues se había “propasado” con una muchacha en La Habana. Quizás esto se manejó muy discretamente al acudir a Domingo Sánchez Dopazo, juez del pueblo de San Juan y se dice que compañero de estudios primarios del pintor, quien le propiciaría protección allí. Los pueblerinos se aglomeraban para ver aquel acontecimiento de un pintor casi acrobático, haciendo un anuncio publicitario tan grande, en una pared tan alta, en estado de embriaguez creciente. Al mismo tiempo, Ponce se iba convirtiendo en una amenaza y cuentan que las mujeres evitaban mirarle a los ojos.

Es así que a fines de 1925 lo tenemos cumpliendo una sentencia en la cárcel de Santa Clara, por haberse “propasado”, esta vez, con una sanjuanera. Pero por suerte le había dado tiempo de completar su letrero para el Parisién. La escasa crítica que mostró algún interés por este mural, señala desproporciones y fallas a un oficio, achacables a la falta de interés, de preparación para el rotulismo, y al alcohol (1).

Pero recordemos que ya con intermitencias y rebeldías, aunque también con notas sobresalientes en algunas materias, Ponce había pasado por las aulas de San Alejandro. O sea, por lo menos le acompañaban ciertas destrezas técnicas.

Este mural puede considerarse un antecedente de la “época blanca” de Ponce, una de las dos en que se segmenta su trayectoria como pintor, la que incluye su obra antes de 1935, cuando estaba aún en plena búsqueda de su estilo personal y en la cual la línea aparece en toda su funcionalidad de delimitar contornos. Sin embargo, en el Museo Provincial Ignacio Agramonte de Camagüey se exhibe una pieza de Ponce titulada Cabeza de mujer (2), fechada en 1920, que permite inferir que antes de esa estancia en el centro de Cuba, contaba ya con un estilo cercano al que todos le conocemos en su figuración, atmósfera y paleta cromática.

José Seoane Gallo en su libro dedicado a Fidelio Ponce no vacila en reconocer dicha pintura mural “fruto de juventud, de limitado interés artístico y realizado por encargo sin pretensiones de ninguna clase”, incluso cuando “muestra en germen algunas características que habrán de definirse en el artista maduro que Ponce llegó a ser desde mediados de los años 30” (3).

Sin duda, se trata de una obra menor, pero por ser una obra alternativa, antes que un antecedente de una de las etapas creativas de Ponce. Obra alternativa en el sentido en el que él mismo lo entendía. Recordemos cuando en Madruga, donde pintó Beatas y Niños (Niñas de Madruga en el título original), esta última para enviarla al Salón de 1938 amarrada al techo de un Ford, pintaba también en las paredes de la herrería y lo consideraban, por tanto, “pintor de brocha gorda”. Ponce entonces acotaba: “Estos trabajos me sostienen hasta aquí (se tocaba el vientre) pero de aquí hacia arriba me sostienen las demás obras” (4).

Con todo, lo que no podría permitirse es que se viera esta pintura mural publicitaria del período republicano en el llamado interior del país como una obra menor por estar desprovista de valores artísticos. En el Parisién de San Juan de los Yeras, Ponce no eligió una tipografía común para el anuncio publicitario. Los trazos y arabescos alrededor modelan una imagen muy sugestiva que permite imaginar los efectos visuales, sonoros y olfativos de una cafetera (o tetera) hirviente (pintó una en la parte inferior derecha); o también nos remiten a formas de la flora y la vegetación tropical; o, en cambio, a la sensualidad de los motivos decorativos del estilo art nouveau, que por aquellos días podían encontrarse hasta en tarjetas postales que circulaban de mano en mano. Incluso, esos arabescos exteriores a las letras ayudan a atenuar esas incorrecciones que sobre todo el mismo Seoane apunta en cuanto a irregularidades de espacio entre las letras y las diferencias entre las que se repiten (las dos “a” y las dos “e”). El letrero en su conjunto logra un ritmo sui géneris que le aporta unidad y organicidad. 

Estamos ante una prolongación de aquella pintura popular de casas y establecimientos comerciales de los siglos XVIII y XIX estudiada por Jorge Rigol, que avergonzaba a Cirilo Villaverde, que llamó luego la atención de Carpentier, y que Seoane conocía muy bien. Un exponente en este caso no anónimo, sino firmado por Ponce en aquella fonda en San Juan, antes de querer salir huyendo y ser hecho prisionero y enviado a la cárcel de Santa Clara.

II

La trashumancia, por distintas causas, de la vanguardia cubana fuera de la capital del país, confirma no poco el trasfondo ético, la acometida crítica ya conocida de nuestra modernidad y hasta su borde de utopía.

Galería este, con obras ejecutadas por alumnos normalistas

Y a Santa Clara, una ciudad mediterránea y de paso, también llegaron a finales de 1937 una legión importante del capítulo de la vanguardia. Si lo de Ponce en San Juan significó “un episodio ignorado, ocurrido a mediados de los años 20 en un pueblo de provincia, de la vida del gran pintor cubano” (5), la acción mural protagonizada en la antigua Escuela Normal de Maestros de Santa Clara ha sido considerada por la crítica como “un episodio desconocido de la vanguardia cubana” (6). No estaba Ponce entre ellos. Solo unos meses antes este haría su primera pintura “comprometida” en un mural al óleo, Fin de curso (desaparecido), en el considerado primer proyecto oficial de pintura mural en Cuba.

En diciembre de 1937 llegan a Santa Clara un grupo de artistas convocados por Domingo Ravenet, profesor de la Normal de Santa Clara. Ernesto González Puig, voz de aquella contingencia, señala: “La apertura del Estudio Libre de Pintura y Escultura, […] influyó en alguna medida las ideas de Ravenet, que ya vivía en Santa Clara porque era profesor de la Normal” (7). De manera que lo que allí sucedió ha de verse como derivación del Estudio Libre (1937-1938, aproximadamente), en el cual la muralística y una óptica renovada de la enseñanza refrendaban la proyección social de dicha hornada de creadores.

Según testimonio de los participantes, Juan Marinello propuso a Domingo Ravenet una Cátedra de Dibujo y Modelado para la Normal de Santa Clara, dirigida a la sazón por su esposa Pepilla. Ravenet se traslada entonces con su esposa a Santa Clara a una casa de huéspedes en la que ya vivían Gaspar Jorge García Galló y Emilio Ballagas. Era 1934. Allí Ravenet concibe la idea de la ambientación del local, para culminar un año fecundo en su biografía, 1937, e invita a Eduardo Abela, René Portocarrero, Amelia Peláez, Mariano Rodríguez, Ernesto González Puig, y algunos jóvenes estudiantes normalistas entrenados por el propio Ravenet, estos últimos residentes en Santa Clara. Los que llegan de la capital se hospedan en la misma casa de huéspedes. Los materiales los compra el mismo Ravenet en casas comerciales de la ciudad. Pintaron en los bocetos la idea que luego desarrollarían en la ejecución de cada mural, la cual se llevó a cabo en aproximadamente diez días en su conjunto (8). Se inaugurarían los murales el 5 de diciembre de 1937, con la presencia, entre otros, de Fernando Sirgo, secretario de Educación y José María Chacón y Calvo, director de Cultura de dicha Secretaría. 

Eduardo Abela, La conquista, fresco, 400 x 300 cm en  dimensiones generales del muro, 1937

“Cada cual había escogido su propio tema y el lugar donde debía realizar su obra” (9), recuerda González Puig, quien también expresa el sentir de obra o proyecto colectivo. Al norte del edificio, a cada lado de la puerta de entrada y uniéndose en el dintel sobre esta, se ubicaba Domingo Ravenet con La siembra (o La simiente); Eduardo Abela al sur con La conquista (o El último siboney), de tema histórico, con la inclusión del Bobo. Al oeste figuraban Jorge Arche con El huracán (o La tormenta); Amelia Peláez con Las escolares; René Portocarrero con su primer mural, La familia, y Mariano Rodríguez con su polémico Educación sexual. Al este, obras ejecutadas por alumnos normalistas en las cuales se hace perceptible alguna que otra mano de los maestros de la vanguardia del Estudio Libre, el rol de ese maestro como orientador metodológico, o en la creación de un espacio de libertad creativa como acción didáctica. Quince murales totalizaban estas galerías interiores, centrada por la escultura Los sentidos, de Alfredo Lozano, más un mural exterior que realizara Ernesto González Puig, Los Estudios, ubicado este en la fachada del recinto.

Ravenet supo involucrar a artistas representativos de las promociones de vanguardia en el arte cubano, quienes trataron mayormente la temática histórica y social y, en cualquier caso, hicieron una necesaria “pintura simbólica, en la pintura nueva, recia y viva, de la que forman parte los frescos de la Normal de Santa Clara” (10). Ravenet demostró allí sus aptitudes comisariales, aunando el buen tacto y la pertinencia en la idea de proyecto, en un decenio en que no faltaron de los más osados; en la concepción, el principio selectivo de los artistas expositores y en el ajuste del planteo museográfico, con una funcionalidad adaptada al espacio de exhibición, respetando la total libertad de los implicados en elegir tema y lugar. A fines de los años cuarenta, se hacía un llamado en la revista Carteles cuando el director de la Normal, dio una “lechada” de pintura a la Escuela y tapó los murales (11), perdiéndose para siempre el de Mariano, González Puig, y el del mismoRavenet. La escultura de Lozano fue demolida por su propio autor y con el acuerdo de los pintores a los pocos días de ejecutada, al no armonizar con el resto de las obras del proyecto, y es un error muy repetido suponer que se perdió en esta ofensiva conservadora.

III

Casi veinte años después volvió Amelia Peláez a Santa Clara. Ahora se le encomendaba un mural para la pared tras el altar mayor de la capilla del Colegio Salesiano. Allí representó un San Juan Bosco en versión moderna. Las manos del santo seguían entrelazadas en señal piadosa, como es familiar ya en la iconografía convencional, estaba escoltado por ángeles, pero el lenguaje plástico con que se representaba era enteramente moderno, lo mismo que el edificio que lo cobijaba. En ocho metros de alto y de ancho, Amelia facturó en una gama cromática resuelta a base de blanco, negro, gris y colores fríos, predominantemente, además de su persistente línea negra, uno de los monumentos menos conocidos y me atrevería a decir más bellos —y de una belleza imponente—, de la pintura moderna cubana de temática religiosa y de la pintura mural en toda la Isla.

El por qué se eligió a Amelia precisamente, es una respuesta pendiente, siempre quedará en la pura especulación. Podemos especular que por su estancia precedente en la ciudad, o el ser conocida, quizás, del Padre José Vandor —actualmente en proceso de canonización en Roma y a quien nada pareció serle ajeno—, cuya mediación fuera decisiva para que se aceptase la imagen, o el haber sido idea del arquitecto del Colegio, el reputado Juan R. Tandrón Machado (12). Ni muy devota, ni interesada precisamente en el tema religioso, Amelia ya transitaba de las descomposiciones del cubismo, ideal así para penetrar la esencia de las cosas, al lenguaje abstracto; de ahí muchas de las incomprensiones que viviera en plena faena cuando le pedían que cambiase o rectificase la imagen que iba tomando forma a su antojo. A lo que Amelia no consintió.

Según Adelaida de Juan, lejos de cultivar los rigores del retrato, Amelia era más dada, con iguales rigores, a las figuraciones “intemporales y modélicas” y ya por estos años de madurez creativa “sus rostros se hacen más genéricos y abstractos”; mientras —observaba la destacada académica y crítica de arte—, la aludida línea negra, en su valor de enmarque, tiende a interiorizar el espacio (13). De lo que inferimos que si la línea negra de Amelia, que más que recurso formal habría que dimensionarla en su valor conceptual per se, era idónea para sus rincones domésticos, no lo es menos para representar temas espirituales ofrecidos al recogimiento.

Con el resultado final de este mural Amelia no se sintió tan complacida, a causa de que su ubicación no le parecía adecuada para poder ser apreciado correctamente. Sin embargo, pienso que podía sentirse satisfecha, puesto que al no transigir ante las monjas que le ponían frente una fría estampa del fundador de los salesianos para que enmendara su diseño en la pared, pudo lograr un diálogo amistoso, y en código moderno, entre los volúmenes arquitectónicos del edificio continente y la plástica en su funcionalidad como iconografía y como ornamento.

Notas:

(1) Cfr. José Seoane Gallo: Fidelio Ponce en San Juan de los Yeras, Ediciones Capiro, Santa Clara, 1996, pp. 10-11.

(2) Cabeza de mujer, pastel sobre cartón, 51,5 x 40,5 cm. El Sistema de Documentación de la Colección de Artes Plásticas del Museo Provincial Ignacio Agramonte de Camagüey, registra que perteneció a la colección del Dr. Antonio Martínez. 

(3) José Seoane Gallo: Ob. cit., p. 12. Seoane ejemplifica esas “anunciaciones” con los elementos vegetales en el borde inferior y el ocre prevaleciente en el arabesco.

(4) Juan Sánchez: Fidelio Ponce, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1985,  p. 45.

(5) José Seoane Gallo: Ob. cit., p. 13.

(6) Roberto Ávalos Machado y Alexis Castañeda Pérez de Alejo: Un episodio desconocido de la vanguardia cubana. Los murales al fresco de la Escuela Normal de Santa Clara, Ediciones Capiro, Santa Clara, 2000.

(7) Ernesto González Puig, citado en José Seoane Gallo: Eduardo Abela cerca del cerco, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1986, p. 326. 

(8) Cfr. en José Seoane Gallo: Ob. cit., los testimonios de Gaspar Jorge García Galló (p. 323), Raquel Ramírez Corría (p. 325) y Ernesto González Puig (p. 328).

(9) Ernesto González Puig, citado en José Seoane Gallo: Ob. cit., pp. 328-329.

(10) Elio Fileno Cárdenas: “Las Pinturas Murales de la Escuela Normal de Sta. Clara”, en El Mundo, 7 de diciembre de 1937.

(11) Cfr. Enrique C. Henríquez: “Un atentado artístico en Santa Clara”, en Carteles, La Habana, 26 de marzo de 1948, pp. 42-43; Omar González Jiménez: “Huellas de la barbarie en Santa Clara”, en El Caimán Barbudo, La Habana, enero, 1979, p. 22 y Aldo Isidrón del Valle: “Semblanza histórica de unos murales recuperados para el patrimonio nacional en Santa Clara” (Entrevista con Portocarrero), en Granma, La Habana, sábado 25 de noviembre de 1978.

(12) Carmen, hermana de Amelia, aseguraba a José Seoane Gallo que esta en 1956 recibió la visita del arquitecto del Hogar Salesiano de Santa Clara para solicitarle pintara un mural para dicho edificio. (Cfr. José Seoane Gallo: Palmas reales en el Sena, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1987, p. 91).

(13) Cfr. Adelaida de Juan: “Del silencio al grito. Amelia Peláez, Antonia Eiriz”, en Del silencio al grito. Mujeres en las artes plásticas, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 2002, pp. 54-57.

Otro texto sobre el tema: