Wilfredo Prieto es uno de los productores visuales más controvertidos del arte contemporáneo hecho en Cuba durante la década que transcurre. Unos lo consideran otra invención de Gerardo Mosquera. Otros lo aceptan como lo mejor que salió de galería DUPP, concebida desde los predios del Instituto Superior de Arte por el artista, curador y pedagogo René Francisco Rodríguez. Los más reticentes lo estigmatizan como autor de una sola obra; un plagio a un talento local sin espuelas afiladas para imponerse. El resto lo tienen como ejemplo a seguir en cuanto a olfato plástico, cinismo estratégico y suerte en la arena internacional. Dichos rumores articulan un pequeño mito que se infla como una masa boba inmersa en la detención del tiempo insular. De tanto hablar mal o bien de Wilfredo Prieto (Zaza del Medio 1978), sus admiradores y detractores lo instauraron como una de las figuras imprescindibles de la plástica cubana más reciente.
En el 2002, Prieto hizo una exposición personal en el Centro de Arte Contemporáneo Wifredo Lam. En el plegable de la muestra, Mosquera sentenció: Wilfredo personifica la orientación más directa, minimalista e internacional de los nuevos artistas. Y es él, entre ellos, quien más agudamente refiere a la vida y las cosas del país de hoy. Después de varios años concentrado en el fenómeno posminimalista del mainstream, Gerardo legitimaba una propuesta nacional que, según él, respondía a intereses que partían de una circunstancia local para reflejar dilemas globales.

No se trataba de una elección precipitada. Mucho menos inducida por una institución hegemónica. Las estrategias y referentes foráneos de W.P se adecuaban al imaginario crítico-curatorial de G.M. Allí el autor de El diseño se definió en octubre (1989) halló un modo de ilustrar un lenguaje internacional del arte utilizando el modelo de un artista cubano, joven y ambicioso. Así pudo darse el lujo de perpetrar una nota hiperbólica, excluyente y, supuestamente, arriesgada. Pero nada de esto resulta cuestionable. Cabría sospechar si fue el mismo Prieto quien se empeñó en ser la bandera sin identidad que sirviera de emblema teórico a los intereses de un comisario internacional asequible y consumado globetrotter. Si Wilfredo persiguió enamorar a Mosquera con sus trampas juguetonas, lo consiguió sin grandes tropiezos.
Un año antes del elogio decisivo, emplazó un conjunto de banderas en blanco y negro en el III Salón de Arte Cubano Contemporáneo (2001). Sin embargo, la azotea del Centro de Desarrollo de las Artes Visuales no era el sitio específico para que la instalación mostrara el secreto de su pretenciosa intencionalidad. La catarsis visual de Apolítico tuvo lugar en la VIII Bienal de La Habana (2003). Desde el casco histórico habanero, nativos y turistas podían divisar un impactante monumento a la ambigüedad.
La pieza (vendida por una cifra respetable a la Daros Latinoamérica Collection de Zürich, Suiza) derrochaba tal espectacularidad que pocos se detenían a meditar cuanto revelaba o cuanto ocultaba. Esa nimiedad conceptual no tenía ninguna importancia. De esta forma, Prieto encontró la manera de impresionar a quienes no desean pensar en términos de visualidad no-convencional y mover la curiosidad analítica de quienes prefieren ir más allá de lo físicamente palpable.
Después de este suceso mediático, la obra de W.P empezó a caminar sola o, al menos, soltó los pantalones cortos. En su currículum, ya se le adjudicaba el hallazgo de incluir una obra emblemática. Mejor dicho: una fantasía política que retrataba sin delatar la personalidad de su gestor. ¿Seguirían pesando en favor de su ascenso los piropos de Mosquera o la supuesta continuidad de recomendaciones puntuales? ¿Complejos de eticidad en tiempos poco éticos? Lo determinante es que Apolítico era una maniobra que sintonizaba con ese conceptualismo light de pícaros incómodos en apariencia como Maurizio Cattelan. Basta mencionar el lumínico gigante con la palabra Hollywood que mandó a colocar en el vertedero más grande de Sicilia. A propósito de esta absurda combinación de luz y sombra, el propio Cattelan expresó:
Hollywood se encuentra ya por todos lados. Basta prender el televisor u hojear los periódicos: es un sueño que pertenece a todos y puede crecer en cualquier otra parte. Hollywood es un lugar de la imaginación que no tiene nada que ver con la realidad. En el fondo, es sobretodo un objeto banal: nueve letras de chapa levantadas hace ochenta años atrás. Es solo una tapia de metal. Poco a poco dicha escritura se ha transformado en un espejismo: se ha convertido en un imán para el deseo. No sé si mi Hollywood es una obra de arte: a lo mejor es solo un mapa de tornasol para nuestras obsesiones.
Apolítico también es un sueño que pertenece a todos. Una ilusión capaz de crecer en cualquier parte. Otro gesto banal que no tiene nada que ver con la realidad. Como si vivir al margen de todo compromiso individual fuera una cuestión de escoger la actitud más placentera. Un espejismo que deslumbraría tanto al velador de un parqueo como al historiador del arte conceptual Benjamin Buchloch. ¿Esencia o apariencia? ¿Revelación o escamoteo? La respuesta está en el vaivén de unas banderas ondeando tranquilamente en el espacio.
Semejantes guiños de contrapunteos simbólicos (implementados desde el centro o la periferia) se reconocen a fuerza de no demandar esfuerzo mental. Estos simulacros propician el flirteo entre el arte y el mercado, el masaje visual y el barniz conceptual, lo sublime y lo ridículo, lo creíble y lo increíble. ¿Existirá un falso idilio mejor construido que el de un artista generando frases ingeniosas y el espectador pasivo envuelto en el silencio de su mirada agradecida?

Esa artimaña de roer en la zona dudosa la reafirmó Grasa, jabón y plátano (2006). Ahora el impacto visual brilló por su ausencia. La intervención se limitaba a una mancha de grasa, una barra de jabón de lavar y un plátano. Alguien debía resbalar y caer. Nada más sucedería. La recompensa del soberbio disparate fue un surtido y prolongado brindis. La gente permanecía en el inmenso salón del Convento de Santa Clara, mientras aumentaba el número de camareros, entremeses y visitantes de diversos rangos y naciones. Si no había nada que decir sobre lo nunca visto en materia de impostura intelectual, sí había mucho de comer, tomar y conversar. ¿Qué más exigirle al firmante de la travesura si calmó la ansiedad o frustración de su público con un delicioso banquete?

Tratando de orientar al espectador, W.P alertaba: Tendemos a hacer complejas lecturas sobre las cosas cuando no hay nada que leer. Como remedo fulminante a la Biblioteca blanca (2004), este manjar para el olvido quiso hacer de la decepción una virtud. No solo aspiraba a borrar las palabras sino la imagen. Y casi logra fructificar el engaño. Claudia Felipe vio en la pieza entendida por muchos como una suerte de descomunal chiste, un sobrecogedor culto a la complementación de lo aleatorio y el orden (La Gaceta de Cuba, mayo-junio 2006). En las páginas de ArtNexus, una parca Rachel Weiss asoció el gesto con el estado de la Bienal de La Habana y su alboroto profesionalizador. Solo le faltó agregar que un patinazo sin consecuencias era la profesía o espejo revelador de un máximo esfuerzo para un mínimo resultado. Algo quedó de este cuento sin moraleja que provocó un apático rechazo entre los habituales del gremio reacios a tragarse cualquier cosa.
Masa boba (2007) es una instalación efímera que juega con el espectáculo povera de la presunta banalidad. Todo no era más que un volumen de pan y agua presto a desintegrarse en un recinto naïf donde lo cult no tiene cabida. Buscando un extrañamiento del significado para agotar la literalidad, W.P volvió a encontrar apoyo en una abstracción política para concretar un realismo cotidiano desconcertante. El olor de la pieza era muy agradable en la apertura de la muestra colectiva Espacios Multiplicados (Centro de Desarrollo de las Artes Visuales). Nadie imaginaba el aroma de una estructura antiforma que sobrevendría después.

Aquella morfología vacía sugería una acumulación de sinsentidos: terapia perfecta para desterrar cualquier reflexión inoportuna de nuestras cabezas. Como si anhelara trocar por arte de magia el complejo de impotencia en una fuerza redentora insuperable. Era otra superstición antillana, una gran mentira dispuesta a esfumarse sin dejar rastro. Desde una primitiva virtualidad, Masa boba tocó un punto neurálgico de la tragicomedia insular: la brevedad de una eficacia representacional y la costumbre de obviar su futuro inmediato en plena descomposición. Por lo que la fuerza de la obra radicó en su impronta referencial.
En el 2006, Prieto obtuvo la Residencia John Simon Guggenheim, de Nueva York. Apolítico respiró aire de París en las afueras del Museo del Louvre. Estuvo presente en la I Bienal de Singapur y en el Pabellón Latinoamericano de la 52 Bienal de Venecia (2007). Ganó el Premio Cartier 2008 (entre cuatrocientos aspirantes) en la Feria de Frieze, Londres. Con esa pose humilde de triunfador azaroso que exhibe como una marca registrada en Barcelona, Amsterdan o La Habana, anda por el mundo casi devenido en incansable globetrotter como su descubridor y fiel promotor Gerardo Mosquera.
W.P se impone mascullando entre dientes sus venideras coartadas. ¿A quién deberá convencer para irrumpir en el Arsenale de la 53 Bienal de Venecia o en la próxima Documenta de Kassel? Ya se puede afirmar que el guayabito está comiendo queso sin temor a salir de la cueva. Nada lograrán las acusaciones de imitar a los clásicos del posminimalismo perverso o diatribas personales en nombre de una ética fantasma que le vengan encima. Solo alcanzarán potenciar el mito de un lince consagrado al oficio de los trucos inteligentes. Nunca olvidemos que el sistema del arte contemporáneo es una maquinaria concebida para mantener los globos inflados. ¿Hay motivos de mayor envergadura para abolir la repercusión de éste síntoma?
*Texto escrito en el año 2008.
Otro texto de H´éctor Antón sobre Wilfredo aquí:
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