Elvia Rosa Castro
Ya voy teniendo un jugoso listado de cosas que debo al proyecto #backroomart, proyecto que nació del blog #señorcorchea para promover arte, artistas y escritores pero desde un formato de tienda con obras impresas en todo un catálogo de mercancías.
Entre las bondades de ese proyecto colaborativo que es #backroomart debo anotar la posibilidad de seguir de cerca el proceso creativo de todos los artistas involucrados en él, y en especial de Adrián Socorro (1979), un entusiasta empedernido de este emprendimiento. Sin sofocar, ha sabido vencer la barrera de la timidez en las redes sociales y nos actualiza entregándonos sus “hijos” con disciplina casi marcial. En septiembre de 2021 noté algo: ¡Adrián está más suelto, está dibujando!

Esta pasión mostrada por Adrián respecto a #backroomart es la misma con la que él se funde en el proceso creativo. Sabemos que en la exaltación no hay pautas morales ni juicios ejemplarizantes, ni canon, y mucho menos estereotipo. La obra de Adrián carece de todas estas correcciones y va sobrada de adrenalina y arrebato. El único reposo que se ha tomado ha sido gramatical: dejar temporalmente la glotonería pictórica por la maleabilidad del dibujo. Esto no es poco si tenemos en cuenta que Adrián es un colorista incorregible y los pintores saben que ese cambio es cosa seria.
No se renuncia a los espadazos de texturas, empastes y colores, al sex appeal de la pintura (cuya atracción es meramente física y sin filtros al comienzo), sin al menos tener notificación de que a falta de atributos, mayor libertad. Ese mundo de posibilidades que se abre cuando transitas del confort a lo desconocido, ese alivio momentáneo que se da cuando eres capaz de privarte del desperdicio lingüístico a favor de la austeridad de la línea, es impagable.
El dibujo le ha permitido a Adrián ser menos violento y más sensual. Menos “poético” y más sofisticado. Más teatral con menos recursos. Probablemente él no lo sepa pero la naturaleza impúdica del dibujo se aviene más a su espíritu, ya de por sí muy pirotécnico y anticonvencional. Es en él y a través de él que Adrián ha podido completar la representación de ese momento que él mismo y otros críticos han llamado “muerte” y yo agregaría estado de decadencia. Lo muerto no puede morir.


Es en el escenario del dibujo donde ha podido ensayar a sus anchas su vocación escatológica. La seducción por la degradación y consumación de lo muerto están al orden del día, pero también como puesta en escena del trasmundo. De lo que se oculta al ojo ordinario. De lo que rige secretamente la ciudad. El camerino, el bar, la gozadera, la quemadera son en sus obras tales trasmundos, y funcionan como espacios teleológicos de deseo y libertad. También resulta que en relación a la pintura, el dibujo posee esa condición del “mundo que está detrás”.
Me apuran y afirmo que Adrián es el más griego de nuestros pintores. (Aquí habría un sentido digamos tautológico puesto que Adrián vive en Matanzas, llamada “Atenas de Cuba”, pero mi argumento no va por ahí). De hecho, hablando estrictamente, Adrián sería el más helénico de nuestros dibujantes. Me refiero al fuerte carácter somático, al sensualismo de sus dibujos, y a la bacanal como figura que gestiona su repertorio ideo-estético: sexo, desnudo, violencia, decadencia, liberación, incesto, oda al presente (Yolo: you only live once). La bacanal como espacio eficiente de representación y esa zona underground de libertad que es bienvenida.


En su afán de saneamiento culto-moral Occidente no sólo ocultó los eventos bacanales sino que los censura considerándolos amorales, estrafalarios, y desorbitados. Tal vez lo son pero únicamente en relación a un canon de representación, a un tipo de vara conductual, a una medida racional. En definitiva, a un poder. Todo lo que Occidente consideró vergonzoso y aquí sumemos, por emplazante y desobediente, lo invisibilizó. Hay un desorden en el exceso que no conviene. Hay una locura que debe encauzarse (institucionalizarse) según la norma social.
Existe una famosa anécdota de Theodor Adorno sobre la cual reflexiona el alemán Peter Sloterdijk:
“No mucho antes de que muriera Adorno (…) estaba el filósofo a punto de comenzar su lección magistral, cuando un grupo de manifestantes le impidió acceder al podium. (…) Entre los manifestantes destacaban unas jóvenes estudiantes que, como protesta ante el pensador, habían descubierto sus pechos. Lo que allí había era la mera carne desnuda que ejercía la ‘crítica’… No era el poder desnudo lo que hacía enmudecer al filósofo, sino la violencia del desnudo. … Allí donde los encubrimientos son constitutivos de una cultura; allí donde la vida en sociedad está sometida a una coacción de mentira, en la expresión real de la verdad aparece un momento agresivo, un desnudamiento que no es bienvenido. Solo una desnudez radical y una carencia de ocultaciones de las cosas nos liberan de la necesidad de la sospecha desconfiada”.


Singadera, penes, tetas, seres ajados…, no sólo son el modo en que Adrián relata en primera persona y condensa visualmente la energía nocturna de la ciudad, sino que es la manera en que vibra y se sabe honesto. La desnudez es lo más cercano a la honestidad que existe, y por extensión a la verdad. En el libroVitaminD2: New Perspectives in Drawing (2013) su autor Christian Rattemeyer escribió casi a modo de aforismo: “In drawings we seek truth not power”. Esta noción de verdad a la que se refiere el autor está vinculada a la intimidad e inmediatez que yace en la propia naturaleza del dibujo, más cercano a nosotros, más visceral, sincero, y carente de mediaciones.
Cuando ya el sexo y la muerte van dejando de ser esos temas tabú con la intensidad en que lo fueron durante siglos anteriores, y lo porno se ha instalado en nuestras vidas diarias sin ataduras morales, sería saludable ver el dibujo de Adrián Socorro bajo el prisma de libertad y sinceridad que ellos están anunciando, como ese estadío ideal en que las normas sociales no existan. De tal manera su visceralidad no se ubica en el trauma, como lo han observado en Egon Schiele, sino en el puro goce y la oda al presente. En el fervor de la noche y el encanto de la bohemia. Si alguna lección nos ha dejado la pandemia es esa: el no avergonzarnos de nuestro hedonismo. Reírnos de toda rectitud. También hay en Adrián un desmarque del grotesco Paul McCarthy de WS & CSSC, Drawings and Paintings. Mientras McCarthy trata de no dejar ícono con cabeza, Adrián, en su activismo blando, nos dice que el ser degenerado es el ícono contemporáneo, articulando así una nueva narrativa visual en torno a lo históricamente excluido.



Los dibujos de Adrián no sólo sintonizan con estos dos cracks planetarios sino con el desparpajo de Mariano Rodríguez de las escenas homoeróticas, la faceta apoteósica de Ángel Ricardo Ríos, la serie de fotografías Con lechuga, jamón y pitipuá, de Leandro Feal y Claudio Fuentes…, y digamos que con un segmento conceptual-albañal de Umberto Peña. Les traigo estas conexiones sin mencionar lo que más rápido me viene a la mente: el desmantelamiento hard core de la tiranía en el filme Calígula. Porque eso sí, desfachatez pero a golpe de elegancia y sofisticación, tal como los dibujos. En este punto nada podemos reprocharle a los dibujos de Adrián. Al contrario. En Calígula el regodeo en la bacanal es tal que da la impresión de ser escenas estáticas, como en un lienzo, en cámara lenta.
En un intento por explorar las lógicas de ciudades pequeñas escribí una vez una descarga titulada Pueblo pequeño, Dionisos el grande. Allí analizaba la relación violencia-aburrimiento-sexo en ciudades pequeñas o en el ambiente rural. Afirmaba que “si repasamos un poco la producción simbólica bajo el rótulo de arte producido por cubanos no es difícil darse cuenta que las obras más violentas y transgresoras han sido producidas desde otras provincias, fuera de La Habana. Basta con mencionar a Elvis Céllez para comprobar lo que trato de decir. Ese horror meridianus definido como falta de sentido y de pérdida de la realidad que acompaña al espeso e irremediable tedio de vivir fuera del centro (…) como una variante somática y viva pero sobre todo escatológica, en el arte, al menos en el espacio de las artes visuales, se ha hecho puntual no en las Minas de Matahambre solamente sino también en Matanzas. Abigail Gonzálezy la serie fotográfica Naked Eye, del tempranísimo 1992, Robin Martínez y sus fotografías y vídeos sobre la estética trans y queer cuando en Cuba ni se hablaba de eso y mucho menos fuera de La Habana, así como varias pinturas de la etapa matancera de Duni D´Nasco. Todas ellas nacen de un estado de desesperanza y desespero, de violencia literal e intangible, de una especie de “boring home” machacoso y frustrante. Describen un estado de impotencia frente a la ausencia de horizontes. El nullpunkt y el grito al revés”. Sumaría a esa lista de obras los refrescadores de pantalla de Carlos José García y faltara más, casi la toda la producción pictórica y dibujística de Adrián Socorro, quien ha logrado transformar el aburrimiento en energía vital. Si Manzanillo parió paisajistas zen, Matanzas ha tensado las cuerdas de lo homoerótico y el travestismo en estos últimos treinta años. Los gozadores son matanceros. Eso nos dice que la radicalidad muchas veces viene de la mano subalterna.

Hace muchos años, literalmente en una quinta de la periferia, Carlos Montes de Oca, Pepe Veigas y yo diseñábamos mentalmente el engañoso Volumen de los 100 dibujantes cubanos. No dice nada, no existe, y de existir siempre quedaría alguien fuera, pero notifica sobre nuestro amor y respeto por el dibujo como ente autónomo. De haber conocido a Adrián en esa época, él estuviera en mi nómina imaginaria. Pocas veces he sentido tanto entusiasmo con una producción artística. La intuición y la ausencia de pretensión son “herramientas” que me desarman.
Comparto links a productos de Adrián en #backroomart



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