Divertidos y perversos

Cualquier aprendizaje, ya sea de índole personal, cultural, humanista, pasa siempre, se quiera o no, por el filtro del erotismo, de la insinuación, del coqueteo, de la aproximación. Lo que redunda, sin duda, en la búsqueda azarosa de ese objeto díscolo del deseo en fuga. Todas las formas del saber se descubren sujetas -siempre- a esa desesperada sed de erotismo/sed de otredad que persigue la satisfacción como única forma de ser y de estar en este mundo. 

De esto sabe, y mucho, la obra del joven y bello artista cubano, José Ángel Nazabal. La suya es una propuesta tremendamente hermosa y seductora en la que el elemento subversivo desestabilizador no se localiza en la burda contestación o en la barricada del odio y de la oposición; sino, y mejor que todo ello, en el poder irrevocable de la seducción. No es sino la seducción el arma arrojadiza de toda esta obra. 

En un país como Cuba, donde hace algún tiempo el arte vio fenecer sus estrategias emancipatorias y los artistas pactaron dentro de las dinámicas impuestas por las estructuras de poder, la obra de Nazabal levanta la voz, con timidez y hermosura, para afrontar el reto de una nueva emancipación y de muy otros mecanismos subversivos. Esos que ven en el eros delirante y furtivo el mayor de los enemigos frente a todo tipo de totalitarismo y de exclusión. El erotismo, por tanto, ensancha su dimensión paliativa y persuasiva para desautorizar el régimen de la mirada dominante. 

Se nos dice que el arte debe ser social y político; es decir, revulsivo y provocador, interpelante y digresivo. Y yo me pregunto acerca del facilismo, muchas veces relamido y empobrecedor de ese tipo arte (o de ese tipo de propuesta), en comparación con ese otro que -desde el hedonismo no escamoteado de la visualidad- se convierte en el legítimo espacio de representación de todo tipo de subjetividad lateral.

¿Acaso no es pertinente una propuesta que sustantiva el valor de esa voz tantas veces proscrita y silenciada por el sistema? ¿Acaso no importa más la validación de esas otredadesque la circulación infinita de esas propuestas que no hacen sino reproducir los lugares comunes sujetos al binomio oficial-alternativo? La historia reciente del arte cubano está saturada, hasta los límites de lo vomitivo y lo espeluznante, de ejemplos de esto último. 

Nazabal, en un ejercicio tan cínico como honesto y desconcertante, desplaza la imagen del héroe haciendo el mundo para atender a la urgencia de esas otras realidades de un sujeto nacional que proclama la postura camp, el travestismo concertado y la cosmética hiperbolizada como estrategias de permanencia y de resistencia en una cultura donde, a pesar de, se dimensiona el poder del falo y de la matriz hetero-patriarcal monogámica y reproductiva. Su obra me remite a la licencia y el libertinaje del carnaval, a la dramaturgia del cine negro, a la comedia y su desparpajo, el musical en su multiplicación de espejos, al comic, a la orgía de los mortales que -como yo- queman en el instante de la satisfacción la vida toda. Es por ello que su iconografía, lejos de contravenir el humanismo tan proclamado, tan llevado y traído en nombre de nada, expande sus fronteras y deja claro, para la rabia y el escándalo de muchos, que yo -también- me pinto las uñas. 

En días en los que se reflexiona tanto sobre la pertinencia de los discursos inscritos en el ámbito de las alteridades consumadas (también rentables), lo racial, lo queer, el feminismo (radical o no), lo etno-subversivo, los post-colonial o de-colonial en paralaje, tocaría a los críticos de rigor desplazar su mirada de esos enclaves convertidos ya en zonas de confort y en ámbitos de parloteo meramente retóricos para examinar otras propuestas que, en su misma humildad y espesura, resultan contenedoras –per se– de impulsos subversivos. La frivolidad, según y cómo, también suele ser escandalosa. 

Todos convenimos en aceptar, asumir y problematizar el carácter y la naturaleza poliédrica del arte cubano y sus zonas de empuje. Sin embargo, lo apuntado antes no exime a la a crítica cubana y al debate sobre el arte Cuba, de incurrir, a fecha de hoy en la insoportable perpetuación de zonas y espacios de silencio. Descubro propuestas como la de este artista, y muchos otros, que padecen de una terrible (e injustificada) orfandad crítica. Creo que va siendo hora de despojarnos de la ceguera conveniente, la miopía (in)oportuna y trazar, en lo posible, otras narrativas y otros mapas de saber respecto de una realidad tan rica como cambiante. 

José Ángel Nazabal es, entre otras cosas, un maestro en el dominio de la línea y en el arbitraje del color. Sus piezas son de una frescura escandalosa. Las miro y provocan en mí, con la misma intensidad y grosor, excitación y ternura. Sus superficies se hacen húmedas, recitan los versos del deseo, alistan el susurro y el gemido como una gran elipsis. Su virtuosismo para la caracterización y el retrato resulta sorprendente. Con apenas unos trazos es capaza de construir una escena que cuenta, desde los mecanismos de la insinuación, unas miles de historias. Algo me fascina de su trabajo y es esa capacidad de generar un estado de suspense. En cada escena pareciera que está a punto de ocurrir algo o que algún acontecimiento tuvo lugar. Estas asumen el vértigo de la hormona y remiten a él por fuerza mayor de los contrastes. 

Como digo siempre, habrá que volver, con tiempo y con muchas ganas (las que no me faltan), sobre esta propuesta suya, para desentrañar otras posibles áreas de interpretación y de lectura. Entretanto, me quedo acá, en compañía de una deliciosa copa de vino, disfrutando de la provocación contenida en este gran retablo de seres, de deseos y de cosas. Nunca una imagen me excitó más…

Andrés Isaac Santana.