Julio Lorente

Según nos cuenta Plutarco, Julio César fue autor de uno de los desacatos visuales más singulares y escandalosos de su tiempo. En una de las tantas trifulcas parlamentarias del senado romano César perdió –por votación- un proyecto de ley que quería promover. Resentido y con ganas de revancha, maquinó una venganza simbólica al estilo de Banksy. Encargó la realización de varias efigies de Mario –general romano proscrito por el dictador Sila y tío político de César- en el más puro oro, para colocarlas furtivamente de noche en el mismo seno del capitolio romano, de donde habían sido retiradas por el mismo dictador Sila. Al día siguiente una multitud estupefacta veía junto con las primeras luces del alba, relucir a aquellos hermosos bustos de oro del héroe proscrito. El escándalo político fue grande y aunque a sotto voce se sabía que había sido César, habría que obrar con cuidado: “el pueblo estaba por el medio”.

El ardid de César, perfectamente planeado, más que una evocación patriótica-familiar, era el intento de socavar la presencia partidaria del extinto Sila en el senado. Exaltó a una multitud que añoraba a Mario en silencio, se echó arriba el favor del pueblo sabiendo tocar estratégicamente esa fibra sentimental que suele atar a la plebe con los caudillos. Lo demás es historia en el camino intenso de César por capitalizar el poder y terminar siendo él mismo dictador. Pero sin dudas este pasaje –que hubiera aplaudido el mismísimo Maquiavelo- conforma una idea del valor que tienen determinadas representaciones artísticas en el juego maniqueo de la política. Aunque sería un
poco desatinado en términos históricos hablar de arte, en cuanto a las efigies encargadas por César, si queda claro que para asestar un golpe político, éste recurrió a un arma estética, representacional. Un símbolo arrojado al foso de los leones políticos con el fin de generar la virtual matanza de la reputación.

Europa quedó casi pulverizada luego del término de la segunda guerra mundial, pero aún con las ruinas humeantes una nueva guerra comenzaba a tomar forma, esta vez no con armas -todavía las extensas estepas de Europa oriental estaban repletas de cadáveres putrefactos- sino con recursos más sinuosos; la cultura y el arte. La guerra fría, eso que hoy es un souvenir para
melancólicos espías venidos a menos, era el nuevo escenario para una disputa de altisonantes jergas ideológicas. De un lado la CIA y del otro la KGB, posados como los dorados buitres del
mañana sobre un cadáver exquisito: Berlín.

“El arte moderno es comunistoide”, dijo George Dondero, atribulado y pintoresco senador republicano por Missouri en 1948, año en que se comenzaba a abrir paso una generación de
pintores americanos que levantaban pasiones para bien y para mal conocida como: expresionistas abstractos. En la hipersensible guerra fría todo era paroxístico, excesivo –lo que
Lacan llama “discurso de la histeria”- es así como Jackson Pollock podía ser el símbolo plomizo de un auténtico pintor macho-americano, que hacía de una vez por todas autorreferencial la pintura americana o un solapado comunista que revelaba información encriptada en sus desenfadados gestos pictóricos (el colmo de la neurosis). El discurso de homogenización parece haber venido de la CIA, las cuestiones políticas tenían que alinearse en una imagen, en un estilo frente al realismo socialista –plagado de héroes que parecían encubrir con músculos lo que faltaba en ideas- , aunque medie una sombra mítica sobre los hechos, ahí está la presencia, por
ejemplo en el MoMA, de Nelson Rockefeller –multimillonario con profundos vínculos gubernamentales- y otros tantos como Alfred Barr, que formaron parte de dicha institución para
promover el expresionismo abstracto como coartada política. Los museos y las galerías convertidas en centros de conspiración geopolítica parece una disparatada teoría de conspiración, pero ese era el matiz epocal, lo mismo pasaba del otro lado del Atlántico en la Rusia soviética con rasgos más inquisitoriales. Solo basta recordar a figuras como Andrei Zhadov, diseñador de la implacable política cultural de Stalin, que había que cumplir a rajatabla o el Gulag era el camino expedito, cuando no la fosa común.

Existía análogamente en Estados Unidos un debate crítico llevado a cabo por Clement Greenberg, que paradójicamente también era absorbido por este metarrelato subrepticio y
político para perfilar intelectualmente un movimiento que encubriera cualquier rastro ideológico, cosa que recuerda aquella tautología braudillardiana de una imagen que desaparece detrás de sí misma o mejor dicho de una imagen que tiene que desaparecer muchas cosas detrás de sí. No por gusto otro crítico de arte americano –Philip Dodd- dijo con sorna: “la CIA fue el mejor crítico de arte en Estados Unidos en los cincuenta”.

En conversación con Pierre Bordieu, Hans Haacke refería las curiosas y coincidentes operatorias de visiones instaladas en las antípodas como: la propiedad privada y el estatalismo. Como ambas “controlan” la función del discurso artístico ejerciendo presión sobre el financiamiento. Haacke, maestro en develar lo sucio bajo la fulgurante alfombra roja de la historia, cuenta lo problemático que puede ser no dejarse reducir por los purismos acríticos de las bellas artes o los panfletos propagandísticos, sino más bien ser un participe crítico –en la medida de las posibilidades- del discurso político mediante un arte cuestionador.

Tal parece que ciertas posturas del artista frente a su realidad –política- quedan fuera de cuestión cuando el sistema está organizado sobre paradigmas de simplificación para los que el
arte es una especie de pegatina discursiva para discursos huecos. Por otro lado, el arte puede ser un guante blanco en taimadas guerras corporativas del made in. La historia es un tipo de calidoscopio que al girar compone nuevas imágenes, fragmentaciones del mundo, pero para eso necesita prismas, lentes, visiones, arte. Todo eso, para terminar el poder enquistado en sí mismo y el arte arrojado a algún panteón museístico. Urge un pensamiento higiénico sobre el arte, no una taxonomía. Que el arte sea incorrecto, molesto, incómodo, es quizás la única actitud políticamente valiosa. Puede parecer una ingenuidad vanguardista pensar que el arte puede cambiar las cosas, al final los muros caen para cualquier lado de la historia, de eso se encarga el tiempo, pero aunque sea como recurso poético, es reconfortante imaginar que el arte pueda derribarlos.